jueves, 10 de diciembre de 2015

La pastorcita y el Rey

   Hilda era una pobre pastorcita, que cuidaba un pequeño rebaño de ovejas. Una tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse, oyó unos gemidos procedentes del cercano bosque. Creyendo que se trataría de algún cazador malherido, se dirigió hacia allí presurosamente, con el ánimo de socorrerle.

   Cuál no sería su sorpresa al ver que se trataba del joven y guapo rey, quien dijo bruscamente:

   - He perdido a mis perros de caza y tenido que librar, cuerpo a cuerpo, una sangrienta lucha con el lobo que vengo persiguiendo desde ayer. Me ha dejado la pierna en muy mal estado, pero él huyó herido de muerte. ¡Vamos! No te quedes ahí parada como una tonta. ¡Ve en busca de ayuda o mandaré que te ahorquen!

   La pastorcilla, extrañada de aquellos modales - pues el rey tenía fama de bueno y justo, se desprendió de su delantal y lo puso bajo la hermosa cabeza del rey. Corrió después en busca de su abuelo y con él regresó al bosquecillo. Entre los dos trasladaron al monarca a la cabaña del anciano, que le hizo una primera cura.

   Abuelo y nieta se turnaban a la cabecera del herido. Durante cinco días, le dedicaron toda clase de cuidados. Cuando, al fin, el herido abrió los ojos, ya no sentía el menor dolor en la pierna y sí una gran sensación de bienestar.

   - Quiero hablar contigo - dijo el rey al anciano -. Di a tu nieta que se aleja.

   La muchacha, llorando por el trato recibido, obedeció.


   El rey dijo así al dueño de la cabaña:

   - Perdóname por el trato que doy a esta bella niña, pero estoy condenado a odiar a todas las mujeres por culpa de un litro mágico que bebí cuando apenas tenía quince años. Una malvada reina, llegada del Extremo Oriente, me presentó a su hija y me amenazó con la muerte si no la aceptaba por esposa. Yo me reí, y ella puso unas gotas envenenadas en mi copa, y desde aquel momento sentí que ya no podría querer a ninguna mujer, por bella y buena que fuera. Sin embargo, tu nieta se ha metido dentro de mi corazón y no podré olvidarla jamás.

   El rey, restablecido, regresó a Palacio, después de dejar en manos del anciano una bolsa con monedas de oro.

   Cuando la pastorcilla se enteró por su abuelo de la desgracia del rey, le suplicó con lágrimas en los ojos que le permitiese marchar a Oriente.

   El anciano le explicó lo que debía hacer, e Hilda partió en busca de la malvada reina.

   Transcurridos diez meses, llegó allí. Se presentó ante la soberana vestida de mendiga y le dijo:

   - Si no me dais inmediatamente el remedio para el mal del rey, vuestra hija morirá mañana.

   La reina ordenó a sus criadas que encarcelaran y azotaran a la mendiga. Pero aquella misma noche su hija enfermó de gravedad y, para que no muriese, entregó a la pastorcilla el remedio que salvaría al rey.

   Y la pastora, después de otros diez meses gastados en el viaje de regreso, se presentó en su casa y luego, acompañada por su abuelo, en Palacio.

   El rey, completamente libre de su maleficio, se casó con Hilda y fueron la pareja más feliz del mundo.

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